Estoy intentado ponerle palabras a la cantidad innumerable
de emociones que sentí el día de la
fecha. Y me cuesta. Sobre todo, porque no creo tener idea, aún, de la magnitud
de dicho evento. Hacía más de un año que no pisaba esa cancha –desde el partido
clave de un campeonato que, por lo que la historia de River indica, no merecimos
jugar nunca-. Se me hacía muy difícil ir durante el torneo por el hecho de no
ser socia y por la lejanía desde mi casa al estadio. Extrañaba muchísimo. Y
recuerdo que el contexto en el que estábamos a mediados de 2012, no me dejó
disfrutar libremente de ir a ver ese hermoso juego del balón-pie. Había muchos
nervios, mucha presión, mucha tensión. Pero, por mi suerte, hoy todo era
distinto. Hoy la invitación sugería dar el presente a una verdadera fiesta. Una
fiesta que, quizás, no creíamos verla tan cerca. Hasta que, sin quererlo y de
rebote, ese día finalmente llegó. Y no lo niego, fue todo… raro. Porque, ¿cómo
se cae en la cuenta de que te retiraste para siempre del fútbol profesional?
¿De verdad no vas a volver a deleitarnos con esos quiebres de cintura memorables?
¿Cómo se supone que convivamos con la ilusión devastada de ya no verte con la
banda cruzándote el pecho? Fueron muchos los cuestionamientos que me hice, los
reproches hacia mí mismo por el momento histórico de River que me tocó vivir.
Porque yo no te vi jugar con la 10, hasta que firmaste con Ñewell’s. Y eso es
motivo suficiente para maldecir al destino. Y aunque no haya podido ver con mis
propias retinas esos momentos exactos donde convertías la hazaña en gol, tengo
los dichos de la gente. Las anécdotas; las, tan, valiosas anécdotas. Las que
hacen volver a nuestros ídolos en una conversación de entretiempo, en algún bar
de Caballito, en un hogar con los afectos. Y con eso tuve que nutrirme, de
comentarios. Cada tanto encuentro videos en la web que me rezan desesperados
que los vea con la leyenda de “los mejores goles de Ortega en River”, “Ortega
en la Selección”, “El último ídolo, Ariel Arnaldo Ortega”. Y ahí surgen las
lágrimas, la emoción. Si de sólo ver tus goles estando en mi casa, en la
tranquilidad de mi habitación, me conmuevo… no quiero imaginar si hubiese
tenido la chance de admirarlos en una tribuna. En ese preciso instante que
picas por arriba la bocha, la bocha se eleva, se eleva… y, sin explicación
física ni lógica, besa el travesaño y acaricia de manera orgásmica la red. Así
de armoniosos eran tus goles. ¿Cómo negar las lágrimas que en éste momento me
corren en las mejillas? No pude verte desplegando tu magia en el verde césped
del Monumental, hasta hoy. Y se me infla de orgullo el pecho al poder decir “yo
estuve en la despedida del Burrito Ortega”. Yo presencié la partida del último
ídolo de River. Vi en carne y hueso ese “gen” del que tanto se habla en los
anillos del Monumental, cuando vi a Enzo y sus pases de gol, un taquito y un
penal excelentísimamente ejecutado. Los tiros libres del Muñeco, intentando
colocarla en el ángulo, como lo hizo a lo largo de toda su carrera, pero hoy sin
suerte. Todo reunido ahí, a escasos metros. Lo vi con mis propios ojos. Lloré
de emoción por la partida de un grande del fútbol argentino. Y ojalá no sea un
adiós, sino un hasta siempre.
Gracias por tanto, Burro.
Te quiero, Ariel. Con el alma. Como el tiempo me permitió hacerlo. Hasta el final de nuestras vidas.
Te quiero, Ariel. Con el alma. Como el tiempo me permitió hacerlo. Hasta el final de nuestras vidas.
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